Cuando se llega a una
madurez adecuada en la vida, se experimenta la sensación de que se pueden
comunicar respetuosa pero claramente, una serie de ideas y conceptos que
integran parte vertebral de lo que ha acumulado la experiencia.
Hoy, me voy a permitir
volver sobre un tema para mi central: el amor.
Si Uds. repasan las
veces que he escrito sobre este tema en este blog, encontrarán que son unas
cuantas. Yo no las he contado.
Hoy quiero ser
sustancial, profundo y abarcativo.
Se me ocurre que sólo
a los años, se pueden llegar a vivir y a sentir cosas que anteriormente no
imaginamos ni se nos ocurrieron. Porque, como en tantas otras áreas de la
existencia, cuanto más se vive, más se madura en ellas y más se llega a conocer
y entender.
El amor surge natural
y espontáneamente. No es algo planeado, premeditado, o fríamente calculado. Eso
llevaría al desastre.
Es un encuentro de
miradas, una sonrisa compartida, un aproximarse físicamente cada vez más, es
susurrar algunas palabras elogiosas al oído, y de pronto, la magia de un beso
en los labios.
Se siente la enorme
felicidad de haber encontrado una persona que nos acepta –esto es recíproco— y que
(por lo menos) está abierta a que nos conozcamos mejor.
Encuentros que se
planifican y se reiteran cada vez más, salidas juntos a distintas actividades
del gusto de ambos, llevan al punto de decidir que queremos ser pareja,
unir nuestras vidas para el diario vivir. Que queremos estar juntos, que ya
nuestra existencia sin la otra parte, pierde buena parte de su sentido. Somos
dos que somos uno solo.
Y aquí se inicia un
proceso sumamente importante, y es cuando el amor toma plena vigencia y aumenta
en tamaño e intensidad.
Llegado a este punto, tengo que decir algo importante: en el amor, es muy importante el romance. Es la disposición personal de intercambiar regalos, perfumes, flores, algún adminículo de moda, y también el poema que nos surja de corazón. No necesita ser extenso, pero sí, auténtico. Porque amor sin romance, no está completo.
Ya no nos concebimos
más solos, o como entes individuales. Somos con la otra persona, y esa otra
persona pasa a formar parte de la nuestra, así como nosotros pasamos a formar
parte de la de ella.
Cuando nos unimos
somos la humanidad completa. Dijera alguien: “ya no hay hombre ni mujer, somos
una sola entidad”.
El libro de Génesis,
en el versículo 2:24 dice claramente: “dejará el hombre a su padre y a su
madre, y se unirá a su mujer, y serán
una sola carne.”
En la cultura
machista de aquellos antiguos tiempos, (que aún persiste en las colectividades
judía y árabe) el hombre tiene la preeminencia, pero hoy podemos decir “dejará
la mujer a su padre y a su madre, y se unirá a su hombre, y serán una sola carne.”
Ser una sola carne
significa que el cuerpo de ella es mi cuerpo, y mi cuerpo es suyo. Que no hay
nada ajeno, que los dos somos hechos una sola cosa. Que mutuamente ella o él no
son otra persona, sino la identidad mutua que se ha fundido en una sola.
Cuando estoy amando,
cuando estoy sintiendo una inmensa felicidad, cuando quiero tanto a esa mi otra
parte de mí, me siento plenamente realizado, siento ser en una dimensión
distinta, amplia, superior. Como nunca antes pensé o imaginé siquiera.
El amor vivido así,
es sorprendente a cada paso, y la hermosura de vivirlo es la máxima exquisitez.
El amor así sentido y
vivido, adquiere una dimensión inimaginable, diferente, distinta a lo que el
mundo y la gente en general tiene.
El encuentro de la
pareja desnuda provoca vibraciones inimaginables antes de vivirlas. Pero…¡cuidado!
Si realmente estamos amando, y amándonos a nosotros mismos en la otra parte del
todo que formamos, ese encuentro demanda ser sutil, tierno, suave, delicado y a
la vez muy intenso. No hay lugar a la brutalidad, a doblegar o someter casi
violentamente a la otra parte, porque es absurdo destratarnos de esa manera.
Besos, caricias,
recorrer todo el cuerpo de esa otra parte nuestra con nuestras manos y nuestras
lenguas, nos hará vibrar como jamás lo hemos experimentado, y entenderemos que
el verdadero amor se manifiesta en la tibieza de una relación íntima que no
tiene apuros, que se toma todo el tiempo que guste. Que entran en juego las partes
más específicas del sexo, y que tres horas así pasan como nada.
El hombre tiene que
entender que mientras eyacula una vez, la mujer necesita más de un orgasmo para
sentirse plenamente satisfecha. De modo que todo tiene que ser compartido con
enorme gusto y sin ningún apuro.
De una relación así,
sólo pueden haber dos resultados: 1) un gozo enorme; 2) la imposibilidad de
infidelidad. ¿Para qué buscar lo que jamás podrá suplantar lo maravilloso que
se tiene?
Claro está que para
llegar a semejantes cúspides, es necesario sentir un intenso amor, es necesario
romper las barreras de un lenguaje pulcro que a veces linda con la hipocresía.
Hay que hablarse
claro, y decirse con ganas las cosas que
se quieren y cómo. Porque se parte de una mutua confianza y confidencialidad.
Nadie, jamás, podrá
saber de cómo vivimos nuestro amor.
Eso es algo íntimo,
cerrado a todos.
Eso es sólo de los
dos que se han hecho un solo ser.
Para eso no se
necesita ser acaudalado, se necesita ser muy sensible, se necesita valorar la experiencia
de ser capaz de desarrollar un amor semejante, y vivirlo al máximo.
Sobre esa base que se
constituye como los cimientos de un edificio, todo el resto de la existencia
común se puede encarar con confianza, con tranquilidad, teniendo la certeza de
que toda situación difícil y aún impredecible, será superada, no nos abatirá,
no nos destruirá.
Amigas, amigos, sólo
hay un enemigo a derrotar, y es la soledad.
Solos no estamos
completos. Solos, anhelamos nuestra parte complementaria. Solos, sentimos que
no somos totalmente.
Pluguiese a alguien
acercarse y darnos la oportunidad de iniciar una experiencia que puede culminar
en una inmensa felicidad.
Que el Ser en Sí, así
lo quiera.
Milton W. Hourcade