Conocí por primera vez a Alicia, cuando yo tenía 28
años y ella 23.
Entonces era Maestra
de Enseñanza Primaria. Culminó su carrera de docente como Directora, y apuró su
jubilación para poder acompañarme en mi vida en Estados Unidos. Pienso que de
haberse quedado en Uruguay seguramente hubiera llegado a Inspectora.
Como educadora tenía
un don natural para enseñar. A veces sin material adecuado en una escuela o en
el salón de clase, les pedía alguna cosa en el momento a los alumnos, y les
impartía una enseñanza de la que no se iban a olvidar más. Su capacidad
didáctica era excepcional.
Como esposa, en
nuestra vida conjunta durante 39 años, Alicia tuvo la virtud de acompañarme en
todo momento. Cuando estuve empleado y cuando quedé sin trabajo. Cuando mi
sueldo fue mediocre y cuando tuve un sueldo digno.
Conmigo vivió en
Buenos Aires, durante mis estudios de post-grado, y allí nació nuestro hijo
Juan-Pablo. En las vacaciones de la mitad de mis estudios estuvimos por dos
meses en verano viviendo en la ciudad de Salto. Retornamos a Montevideo, donde
pasamos juntos otros 15 años, hasta que me surgió la oportunidad de ejercer el
periodismo en la Voz de América, en Washington D.C., a donde llegué el 12 de
Julio de 1989.
Entre medio, en la
década de 1970, viajamos juntos a Europa, visitando Suiza, (incluídos los Alpes
y un ascenso el Mont Blanc), y París.
Alicia y nuestro hijo
llegaron a inicios de 1990, y allí comenzamos una etapa de vida importante,
donde hubo que adaptarse y actuar en medio de una cultura y una sociedad
distinta.
Ella hizo un curso de
inglés, y se manejaba bastante bien con un idioma que le costaba mucho, pero entendía
y se hacía entender.
Fue también la etapa
del desarrollo no sólo físico sino intelectual de nuestro hijo que de
adolescente, llega como estudiante liceal y culminará en la Universidad de
Maryland, obteniendo su Doctorado en Ciencias de la Computación.
Alicia conocerá
entonces a Silvia, la novia de nuestro
hijo, con la que se llevan muy bien, hasta el día del feliz casamiento,
celebrado en California, porque la chica era de allí. Fue la oportunidad para
nosotros –como padres del novio— de conocer a nuestros consuegros.
En el Norte de
Virginia, primero vivimos en la ciudad de Falls Church. Cuando ella y mi hijo
llegaron, yo había alquilado un apartamento. Poco tiempo después, compramos un
apartamento. Nos adaptamos perfectamente a la zona, pero buscamos más
comodidad, y nuestra última morada juntos fue una townhouse en la ciudad de
Annandale.
En esa casa, que tenia un lindo fondo, Alicia desarrolló su gusto por la jardinería, y mantenía un cuidado permanente de sus plantas y flores.
Alicia siempre había
gozado de una extraordinaria salud. Mi hijo y yo podíamos caer con gripe, pero
ella, trabajando con niños que son una fuente de contagio, jamás se resfriaba
siquiera. Por eso –ya viviendo solos pues nuestro hijo había obtenido su cargo de Profesor en la
Universidad de Iowa City—mi enorme desazón cuando una biopsia dio que tenía
cáncer inflamatorio de mama.
Ella se mantuvo
serena ante la noticia, yo rompí en llanto y repetía en inglés “that´s not fair”
(eso no es justo).
A partir de ese
momento me prometí acompañarla todo cuanto pudiera, a pesar de que tenía un
trabajo como contratado en la VOA,
porque me había jubilado en 2007, y estábamos en 2008, pero era una tarea de
sólo 5 horas diarias, lo que me permitía llegar a casa temprano.
Me dediqué a ella
totalmente, acompañándola a sus visitas médicas, a sus tratamientos con
radioterapia y quimioterapia, a suministrarle oxígeno y los medicamentos en sus
dosis adecuadas. Recibía en casa a una nurse y periódicamente a un médico.
Vinieron luego sus
tres estadías hospitalarias, hasta que llegó el día en que fuese trasladada a
un hospicio. Recuerdo que seguí con mi vehículo a la ambulancia que la llevaba,
estuve con ella hasta que le adjudicaron su cama. Era el mediodía, debía ir a
casa a alimentarme algo, para luego retornar. Todo el camino de regreso a mi
casa lo hice con mi alma desecha, haciendo el esfuerzo por no llorar porque
corría el peligro de tener un accidente pero por momentos me fue imposible
evitar que mis ojos no se empañaran. Fue un momento terrible, y lo tuve que
vivir en soledad. Al día siguiente llegó mi hijo, y su compañía fue un consuelo
para mi.
Alicia había entrado
en coma. A partir de la mañana pasamos todas las horas juntos. Al mediodía él
salió del hospicio para ir a almorzar, y al momento tuve que salir corriendo
para ubicarlo antes que se fuera, porque la nurse que atendía a Alicia me
acababa de decir que en cualquier momento podía ocurrir su deceso.
Mi hijo volvió, y en
una pequeña capilla dentro del hospicio, quedamos los tres. Uno a cada lado de
la cama donde Alicia hacía esfuerzo por respirar. Mi hijo le tomaba de una
mano. Entre medio vinieron personas amigas, que nos dieron su aliento y
consuelo. Seguimos esperando el desenlace que recién ocurrió a las 4:37 PM.
Cansados físicamente,
y apesadumbrados espiritualmente, mi
hijo y yo retornamos al hogar en Virginia.
Había sido el final
para una mujer estupenda. Una mujer compañera, sencilla, inteligente, empeñosa,
gran madre. Una mujer que enfrentó su grave enfermedad con tremenda fortaleza
espiritual, trabajando cuanto pudo, no rindiéndose al mal. Una tarde, hablando
con la Oncóloga me dijo: “su esposa está viva por el gran espíritu que tiene,
otra haría más de medio año que habría fallecido”.
Tal vez el mejor
recuerdo de ella, sea su sonrisa. Porque cuando Alicia estaba feliz, reía con
ganas. Como en la foto, al celebrar la Nochebuena el 24 de Diciembre de 1995.
Milton W. Hourcade