"Es la amistad cual bella flor que nunca morirá y siempre fresca
se abrirá en nuestro corazón....”
se abrirá en nuestro corazón....”
Tanto la valoro, tanto la quiero, tanto la admiro y la necesito, que si no la tuviera, no sería yo.
Pero lo más hermoso de la amistad es que surge de pronto. Nosotros no determinamos las circunstancias. Y una vez surgida, vamos viéndola crecer.
Como fértil planta la abonamos con nuestro cariño, nuestro desinterés, nuestra lealtad, aún nuestro sacrificio, y ella nos devuelve todo cuando damos, multiplicado.
Siempre he dicho que mientras la familia nos viene dada, a los amigos los hacemos nosotros, y ellos nos hacen los suyos. La amistad la elegimos, la seleccionamos, y la perfeccionamos.
Todos tenemos enorme cantidad de conocidos. En el estudio, en el trabajo, en el esparcimiento. Conocidos hay muchos. Amigos, unos pocos.
Ellos y ellas constituyen un núcleo selecto de personas con las cuales tenemos una afinidad especial. Personas con las que podemos contar en las buenas y en las malas. Gente en la cual confiamos. Pero más aún, personas con las que es verdaderamente un gusto compartir la vida, las ideas, inquietudes, sueños, esperanzas y aspiraciones. Las más íntimas cuitas de las que nadie más sabe. Esos son amigos y amigas.
La amistad demanda intrínsecamente reciprocidad. Es el gusto de brindar mutuamente lo mejor de cada uno en bien del otro.
Los amigos gustan de estar juntos, de reunirse, aún sin motivo, simplemente por el placer de la compañía. Los temas vienen solos.
Y ¡cómo se sufre cuando los amigos están lejos! ¡cómo se les extraña!
Para quien ha nacido, crecido y sigue viviendo en su país, del cual tal vez nunca se irá, puede quizás sonarle algo extraño que uno se pueda lamentar tanto no verle, escucharle, tenerle cerca.
Pero para quien ha mudado de lugar, para quien ha dejado para siempre su país, su ciudad, su gente, aquellos amigos que están ahí, siguen siendo un tesoro incalculabe del cual ellos mismos no tienen conciencia.
Como cantaba Alfredo Zitarrosa “cuanti más lejos te vayas más te tenés que acordar”. ¡Vaya si uno se acuerda!
Menos mal que ahora tenemos la Internet. Con esta red maravillosa, nuestra comunicación es frecuente, es al instante, podemos escucharnos, vernos, escribirnos, en fin, estar más cerca.
Pero nada supera al encuentro personal.
Y ni qué hablar del dolor aherrojante que significa la partida definitiva de un amigo.
A mi se me han adelantado algunos de los que ni pensé que se habían ido.
Cuando dejé mi país, perdí a uno de mis mejores y más grandes amigos. Un hombre fuera de serie desde todo punto de vista. Bueno a carta cabal. No conocía la maldad. Acrisoladamente honesto. Estupendamente servicial, compañero de muchísimas horas. Confidente.
Este año volví a mi país, y con motivo de una celebración que finalmente no ocurrió, empecé a tratar de ubicar por teléfono a algunos amigos con los que me había desconectado por varios años. No encontré a mis amigos, pero hallé a dos viudas.
Confieso que fue un golpe muy rudo. Nunca me lo hubiera imaginado. Quedé sin palabras.
Especialmente respecto de uno de ellos, fallecido en enero de este año, con el cual había compartido muchas inquietudes comunes, temas que nos absorbían, diálogos hasta la madrugada, pensamiento creativo.
Quería verle, anhelaba ese reencuentro, y me tuve que conformar con que ya no está. Es cuando surge dentro de uno algo así como una rebeldía, como un grito ahogado que quisiera clamar ¿por qué?, ¿por qué ya?, ¿por qué él?.
Por eso, cultivo la amistad como una flor. Y suelo decir también que hay gente que es como flores adornando esta existencia. Mis amigas y amigos son así.
Así les quiero y querré siempre. Y sé, más allá de todos los impedimentos físico-existenciales, que están en mi corazón, y lo estarán eternamente. Son un valor imperecedero.
enigma
Pero lo más hermoso de la amistad es que surge de pronto. Nosotros no determinamos las circunstancias. Y una vez surgida, vamos viéndola crecer.
Como fértil planta la abonamos con nuestro cariño, nuestro desinterés, nuestra lealtad, aún nuestro sacrificio, y ella nos devuelve todo cuando damos, multiplicado.
Siempre he dicho que mientras la familia nos viene dada, a los amigos los hacemos nosotros, y ellos nos hacen los suyos. La amistad la elegimos, la seleccionamos, y la perfeccionamos.
Todos tenemos enorme cantidad de conocidos. En el estudio, en el trabajo, en el esparcimiento. Conocidos hay muchos. Amigos, unos pocos.
Ellos y ellas constituyen un núcleo selecto de personas con las cuales tenemos una afinidad especial. Personas con las que podemos contar en las buenas y en las malas. Gente en la cual confiamos. Pero más aún, personas con las que es verdaderamente un gusto compartir la vida, las ideas, inquietudes, sueños, esperanzas y aspiraciones. Las más íntimas cuitas de las que nadie más sabe. Esos son amigos y amigas.
La amistad demanda intrínsecamente reciprocidad. Es el gusto de brindar mutuamente lo mejor de cada uno en bien del otro.
Los amigos gustan de estar juntos, de reunirse, aún sin motivo, simplemente por el placer de la compañía. Los temas vienen solos.
Y ¡cómo se sufre cuando los amigos están lejos! ¡cómo se les extraña!
Para quien ha nacido, crecido y sigue viviendo en su país, del cual tal vez nunca se irá, puede quizás sonarle algo extraño que uno se pueda lamentar tanto no verle, escucharle, tenerle cerca.
Pero para quien ha mudado de lugar, para quien ha dejado para siempre su país, su ciudad, su gente, aquellos amigos que están ahí, siguen siendo un tesoro incalculabe del cual ellos mismos no tienen conciencia.
Como cantaba Alfredo Zitarrosa “cuanti más lejos te vayas más te tenés que acordar”. ¡Vaya si uno se acuerda!
Menos mal que ahora tenemos la Internet. Con esta red maravillosa, nuestra comunicación es frecuente, es al instante, podemos escucharnos, vernos, escribirnos, en fin, estar más cerca.
Pero nada supera al encuentro personal.
Y ni qué hablar del dolor aherrojante que significa la partida definitiva de un amigo.
A mi se me han adelantado algunos de los que ni pensé que se habían ido.
Cuando dejé mi país, perdí a uno de mis mejores y más grandes amigos. Un hombre fuera de serie desde todo punto de vista. Bueno a carta cabal. No conocía la maldad. Acrisoladamente honesto. Estupendamente servicial, compañero de muchísimas horas. Confidente.
Este año volví a mi país, y con motivo de una celebración que finalmente no ocurrió, empecé a tratar de ubicar por teléfono a algunos amigos con los que me había desconectado por varios años. No encontré a mis amigos, pero hallé a dos viudas.
Confieso que fue un golpe muy rudo. Nunca me lo hubiera imaginado. Quedé sin palabras.
Especialmente respecto de uno de ellos, fallecido en enero de este año, con el cual había compartido muchas inquietudes comunes, temas que nos absorbían, diálogos hasta la madrugada, pensamiento creativo.
Quería verle, anhelaba ese reencuentro, y me tuve que conformar con que ya no está. Es cuando surge dentro de uno algo así como una rebeldía, como un grito ahogado que quisiera clamar ¿por qué?, ¿por qué ya?, ¿por qué él?.
Por eso, cultivo la amistad como una flor. Y suelo decir también que hay gente que es como flores adornando esta existencia. Mis amigas y amigos son así.
Así les quiero y querré siempre. Y sé, más allá de todos los impedimentos físico-existenciales, que están en mi corazón, y lo estarán eternamente. Son un valor imperecedero.
enigma
No comments:
Post a Comment