Ocurrió un verano en Punta del Este.
Un amigo nos había invitado a compartir un asado al mediodía.
Bueno, al mediodía es un decir. Entre el aperitivo y las charlas, la llegada paulatina de varios fuera de hora –como de costumbre— que el asado se empezara realmente a las 3 de la tarde.
Fue un compartir alegre, descansado, donde unas 15 personas llegamos en algunos casos a conocernos por primera vez, pero el nexo común era el dueño de casa.
Se habló de todo un poco. Fútbol, una reciente regata, el problema de los piqueteros argentinos, los precios en la península, cuál era el mejor retaurante, dónde vendían los helados más ricos, y qué fría había estado esa mañana el agua.
Todos de pronto, como hermanados. Todos compartiendo un mismo momento, feliz, distendido, ruidoso por instantes, e interesante, porque había gente especializada en computación, y dos artistas plásticos, y una fotógrafa amateur pero excelente, y una chica estudiante que había ganado una beca para el exterior, y una señora a la que le gustaba el arte culinario.
El grupo ciertamente era variado, en género, edades, profesiones y hobbies, pero ahí, el dueño de casa había tenido la virtud de hacernos conocer los unos a los otros y en determinado momento, surgió –como es habitual—una voz que dijo “¡un aplauso para el asador!”, y ahí fue. Y luego alguien dijo “¡un aplauso para el que nos reunió!”, y por cierto que las palmas batieron más fuerte.
Y luego, de pronto, se hizo un silencio…. Creo que todos quedamos pensando en ese hecho de que nuestro amigo común había logrado que ahora todos los que estábamos en torno a esa mesa, no fuésemos más desconocidos entre nosotros, sino que también comenzásemos una amistad.
Por cierto que ya había varios que habíamos intercambiado números de teléfonos, y direcciones electrónicas, y también direcciones postales. Y todos nos dijimos de una manera u otra, que había que preparar otra reunión, en otra casa, y que teníamos que seguir la charla, etc. y que eso se definía esa misma tarde.
El sol picaba fuerte aún, cerca de la hora 20, y como digo, se hizo de pronto un silencio. Fue como una especie de silencio expectante. Como si alguien era necesario que dijese algo, ¿pero qué?
Entonces, comencé a hilvanar un pensamiento.
“Quisiera decirles algo” –comencé a expresar lentamente-- algo que siento de corazón –proseguí. Y el silencio fue mayor, acaso.
En algún momento de estas horas que pasamos juntos, me fue posible hacer brevemente una abstracción de la charla, y fue como si desde fuera, les mirase a todos, y me dije: éste es realmente un banquete del cariño, de la fraternidad, de la amistad que comienza o se refuerza. Éste es un banquete del amor.
¿Acaso no nos sentimos todos con un gozo enorme, con el gusto de estar juntos, de conocernos, de intercambiar ideas, información, cosas personales?
No hemos estado siendo seres anónimos, juntados de golpe en un lugar, pero cada uno guardando lo suyo, su vida, sus temas….no, nos dimos y con ganas.
Hablamos todos y desarrollamos una conexión humana tremenda.
Y siento –amigas, amigos— que hemos estado experimentando a lo largo de todas estas horas algo extraordinario, que debería convertirse en usual, cotidiano.
¿Qué tal si viéramos la vida, nuestras vidas, como un gran banquete del amor?
¿Qué tal si a la convocatoria de una conciencia interior que aquilató esta vivencia de esta tarde, nos decidimos a hacer que nuestras vidas sean siempre un banquete como éste?
A mi me parece que estaríamos rescatando un tesoro formidable: el de la comunicación humana.
Vivimos en una sociedad que nos hunde en el anonimato, y en el aislamiento.
Hasta tecnológicamente se nos lleva a no dialogar, a no ver a quien está a nuestro lado. A encerrarnos en la escucha del I-Pod, o en la recepción de envíos y mensajes con el Blueberry, o con el teléfono móvil.
¿Cuándo nos damos tiempo para ser? Y ¿cuándo nos damos cuenta que somos cuando nos relacionamos con los demás? ¿y que esa relación se tiene que dar en forma mutua y recíproca?
Pensémoslo, y vayámonos hoy de aquí, con el mejor reconocimiento y homenaje que le podemos brindar al dueño de casa: hacer que nuestras vidas sean como un banquete permanente. Siempre con nuevos invitados, siempre dispuestos al diálogo, siempre disfrutando la diversa compañia de otras y otros.
Hubo otra vez un silencio, los rostros eran apacibles, pero concentrados. Vi los ojos con lágrimas de una de las artistas plasticas que nos acompañaban, vi el asentir de cabezas de algunos de los hombres.
¡Bueno! Dije entonces tratando de dar ánimo… y tuve que interrumpirme porque de golpe surgió un aplauso enorme que me apabulló.
¡Es demasiado, amigos!…les respondí, pero quería decirles esto: el sábado que viene, al mediodía, la tenida es en mi casa. Están todos invitados.
enigma
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