Nosotros pertenecemos al mundo occidental.
Nadie puede discutir –más allá de sus creencias personales existentes o no—que la formación ético-cultural de nuestro ámbito, ha sido y sigue siendo en buena medida, cristiana.
Que la Biblia es para muchos el libro de cabecera, y que sus enseñanzas y la riqueza de la tradición que la misma en sí conlleva, le confieren la autoridad al menos, de un libro de consulta.
Pues bien, es de la Biblia que adquirimos mayormente el concepto de tiempo.
En tanto en la cultura griega se enfatizaba el concepto de espacio, para el hebreo, el tiempo es la dimensión importante.
Una de las enseñanzas más conocidas acerca de los tiempos, como los momentos adecuados, oportunos, en que algo sucede o puede suceder, la encontramos en el libro del Eclesiastés.
Formado por una serie de máximas –probablemente populares—y por la sabiduría de aquel entonces, el Eclesiastés proclama en el Capítulo 3 que:
1 Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora.
2 un tiempo para nacer,
y un tiempo para morir;
un tiempo para plantar,
y un tiempo para cosechar;
3 un tiempo para matar,
y un tiempo para sanar;
un tiempo para destruir,
y un tiempo para construir;
4 un tiempo para llorar,
y un tiempo para reír;
un tiempo para estar de luto,
y un tiempo para saltar de gusto;
5 un tiempo para esparcir piedras,
y un tiempo para recogerlas;
un tiempo para abrazarse,
y un tiempo para despedirse;
6 un tiempo para intentar,
y un tiempo para desistir;
un tiempo para guardar,
y un tiempo para desechar;
7 un tiempo para rasgar,
y un tiempo para coser;
un tiempo para callar,
y un tiempo para hablar;
8 un tiempo para amar,
y un tiempo para odiar;
un tiempo para la guerra,
y un tiempo para la paz.
No me olvido que estas son palabras surgidas en medio de un pueblo nómade, rústico, del desierto. Pero me desagrada completamente que se diga que hay un “tiempo para matar”, un “tiempo para odiar” y “un tiempo para la guerra”.
Pienso que esas máximas, puestas en el contexto actual, ya no deberían ser preceptos de una conducta a seguir, ni individualmente, ni colectivamente.
Pero no es eso a lo que me quiero referir, sino al concepto fundamental que sí comparto plenamente, o sea, el de que “todo tiene su tiempo”, entendiendo por “tiempo” el momento oportuno.
Venimos al Nuevo Testamento, y la figura imponente del Príncipe de Paz, de quien encarnó el Amor Divino por nosotros y para nosotros, Emmanuel, se refiere muchas veces a sí mismo, y maneja el concepto del tiempo, diciéndole por ejemplo a su madre: “Aún no ha llegado mi hora” (Juan 2:4), y a sus discípulos: “He aquí ha llegado la hora” (Mat.26:45).
¿A dónde voy con todo esto?
A que muchas veces, en la simple cotidianidad, en nuestras vidas nada importantes o trascendentes, sin embargo, tenemos que saber medir los tiempos. Tenemos que saber cuándo es el momento oportuno para que algo suceda, para que hagamos algo, y cuándo no.
Cuándo hay un “todavía no”, y cuándo corresponde que haya un “ahora, ¡ya!”
Discernir los tiempos y las sazones, en otras palabras, significa saber que tiene que pasar un tiempo para que un árbol de frutos. Y las sazones significa que tiene que pasar también un tiempo para que el fruto esté a punto de poderse comer y sea realmente sabroso.
Muchas veces ello implica que tengamos que ser pacientes, y saber esperar.
Y llegada la hora, implica no quedarnos de brazos cruzados sin darnos cuenta que el momento oportuno ha arribado, y debemos actuar.
Esta reflexión genérica puede aplicarse a muchos órdenes de la vida, y a múltiples situaciones y cuestiones.
Cada quien sabrá dónde aplicarla.
enigma
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