A la altura de mi vida, en plena madurez, no le tengo miedo a ninguna palabra, y es obvio no soy tontamente pacato como para no conocer un extenso repertorio de expresiones de la más baja estofa.
Pero una cosa es estar en rueda de amigos, hombres, y hablar en lenguaje chabacano o muy familiar, y otra es expresarse en público, y más aún, escribir.
Por eso me molesta profundamente la gente que hoy día no se respeta a sí misma y comete la grave iniquidad de decir improperios públicamente, ya sea en un medio de prensa, o en las redes sociales. O de acometer con chistes de muy dudosa calidad, --así que hagan reir—pero acudiendo a obscenidades.
Esas cosas pertenecen al ámbito privado y no al público. Cuando se transfieren de ámbito, se atenta social y culturalmente.
Un hombre de leyes, estupendo escritor, de un decir propio del Uruguay de alto nivel cultural que ya no existe casi, el Dr. Leonardo Guzmán escribe de tanto en tanto algún editorial en el prestigioso diario “El País” de Montevideo.
Hace poco, a raíz de un episodio lamentabilísimo del uso público de improperios por parte nada menos que de un ministro, el Dr. Guzmán editorializó diciendo entre otros conceptos, los siguientes, que comparto totalmente:
“Las palabrotas suenan fuerte y feo, pero patentizan un amargo límite de la capacidad de discurrir. Indican un no-pensar.”
Ojalá se grabaran bien claro en sus cabezas (si les funcionan y la educación formal adquirida les es suficiente) los que como palurdos no tienen respeto por quienes les leen, y usan los medios o las redes sociales, para despacharse a gusto con sus ordinarieces.
Frente a esas indignas situaciones, comenta acertadamente el Dr. Guzmán:
“A la vista de las miserias en que puede caer el pensamiento cuando se desliza por la pendiente de la incultura, es imperativo de conciencia mantener viva la condena a este género de desplantes y repudiar el aplauso de los solícitos y la indiferencia de los distraídos.”
Mantener viva la condena, repudiar el aplauso de los solícitos y la indiferencia de los distraídos.
Sobre estas tres premisas, mantengo una actitud activa y militante. Uno no puede hacerse el distraído, como si nada se hubiese escrito o dicho, en tanto signifique un insulto a la cultura y una afrenta social.
Menos aún se puede caer en la adulonería de los solícitos, dispuestos –con espíritu parecido al de una patota-- a celebrar o festejar el chiste, o apoyar la grosería añadiendo otras.
No, los espacios libres y abiertos, en la prensa, en la internet, en las redes sociales, NO están para eso. No están para ser portadores de la miseria mental, de la incultura, del retroceso, y de la práctica de la brutalidad.
Hace unas pocas horas, descubrí en la página de Facebook de una dama y para mi total estupor, que había publicado lo que ella misma tildó de “un chiste vulgar”. El chiste estaba basado en un ingenioso juego de palabras pero implicaba una gruesa obscenidad.
Dicho en barra de amigos, entre hombres, es festejable. Que se exponga públicamente en Facebook, es reprobable. Que además sea una dama y madre quien lo escriba, junto a su foto y nombre, es un monumento a la insensibilidad, y una expresión de auto-deterioro. Es exponerse a la crítica de los bien pensantes, a la adulonería de los solícitos, y claro, a la indiferencia de los distraídos.
Es rebajarse de nivel públicamente, colocándose a la altura de lo vulgar y chabacano.
Diría que es carecer de una adecuada auto-estima.
Pero si se llama la atención a ese dislate, es posible que se nos responda de mala manera, o se nos acuse de no tener sentido del humor.
¿Humor? Ja! El humor se lleva con uno. Brota espontáneamente de una situación. Y no conozco mejores expresiones de buen humor que las desarrolladas por los británicos. Son verdaderos maestros en eso. Saben hacer reir, con calidad.
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