Este jueves 29 de Noviembre de 2012, pasará a la mejor historia de los Estados Unidos de América.
Luego de una ardua y dura campaña electoral, el presidente Barack Obama, ganador de las elecciones, invitó a almorzar al derrotado candidato Republicano Mitt Romney, en la Casa Blanca.
El almuerzo fue privado, y por acuerdo de ambas partes no hubo acceso para la prensa ni posteriores declaraciones, excepto un escueto comunicado oficial que se refirió a la comida que compartieron, y a que dialogaron sobre el liderazgo mundial de Estados Unidos.
Pero el hecho sustancial y relevante a destacar es que pasada la campaña electoral, lo que importa a estos dos hombres, es el bien y el futuro de la nación como tal, y de seguro que si pueden hacer algo juntos, lo van a hacer.
En una democracia, eso es civilidad. Eso es calidad de personas, más allá de sus respectivas posiciones políticas. Eso es encontrarse en lo fundamental.
No se guardan rencores, el adversario político circunstancial no es visto como el enemigo, denigrado públicamente toda vez que ello es posible, atacado en lo personal, rotulado ideológicamente, discriminado, insultado.
Porque una nación necesita del aporte de todos para ser mejor y progresar.
Eso no lo entienden los zurdos, y menos aquellos que en el colmo de la incivilidad y la grosería política más rampante, se autocalifican de "radicales".
Un país no se divide, y no se gobierna para dividir, sino para unir.
El adversario circunstancial, en una campaña electoral, no es un enemigo al que hay que perseguir y derrotar en todos los frentes, como dirían los fanáticos.
Este encuentro Obama-Romney, es pues un ejemplo de civilidad. Un ejemplo de cómo se debe actuar, con qué espíritu se debe gobernar un país.
Pero esto que concierne al nivel nacional de los Estados Unidos, también tiene que guiar las relaciones internacionales.
Un ejemplo claro de ello, luego de 70 años de enconada lucha, de competencia feroz, de estar varias veces al borde de la guerra nuclear, y de soportar y mantener la llamada Guerra Fría, quedó simbolizado por el encuentro entre Ronald Reagan y Mijail Gorbachov. Cuando estos representantes de las dos grandes potencias mundiales, pudieron superar sus diferencias y enfrentamientos de décadas, encontrarse personalmente, estrechar sus manos y dialogar, el mundo todo respiró hondo. La Guerra Fría se había terminado.
Eso es civilidad. Eso es perseguir lo aparentemente imposible y hacerlo realidad.
Eso es tener calidad personal, para superar enconos, y ver más allá del árbol, al bosque en su plenitud.
Felizmente, está en mi memoria un recuerdo hermoso de un momento histórico de civilidad que pertenece a mi país de origen: Uruguay.
En 1984, al volver a la democracia, la ciudadania eligió al Dr. Julio María Sanguinetti como Presidente.
Y la misma noche en que en la sede central del Partido Colorado Batllismo se celebraba con algarabía el triunfo, de pronto una sorpresa que arrancó fervorosos aplausos de todos los presentes: con gallardía y una actitud de nobleza digna de su persona, el candidato opositor, el Dr. Alberto Zumarán, se hizo presente para felicitar en persona al Dr. Sanguinetti.
Eso ocurrió entre uruguayos entonces. Había respeto, había nobleza, había dignidad, había auténtico patriotismo.
Ese fue ciertamente, un gran acto de civilidad.
Estas cosas, estas claras demostraciones de civilidad, de calidad individual, trascienden públicamente cuando ocurren en el ámbito político.
Pero la misma civilidad se espera y se exige que esté presente en las relaciones interpersonales.
Especialmente cuando hay un espíritu noble y superior. Cuando hay calidad y calidez humana. Cuando se es capaz de superar discrepancias, desacuerdos o errores, en aras de lo fundamental: un entendimiento y la armonía de las relaciones en las cosas que importan.
enigma
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