Muchas cosas ocurren a lo largo de esta vida, variadas, diferentes, alegres y tristes, enaltecedoras y deplorables.
A quienes tenemos un espíritu sensible y un alma llana y clara, nos abruman los humanos que erran su proceder, por ignorancia, por carencia de valores éticos, o por brutalidad.
Es triste constatar cómo se ensalzan por un lado valores, y se los proclama de palabra, pero se los viola en los hechos.
Es triste constatar cómo pueblos enteros pueden –en mayorías significativas— errar su destino colectivo eligiendo para que les gobiernen, a los menos aptos, a personajes grotescos, a bandas de corruptos, de soberbios, de violentistas, de ególatras, de fanáticos, y –de paso—de incultos.
Es triste constatar a nivel personal, cómo personas que se dicen amigas pueden de golpe, en un click, modificar su mente, alterar en 180 grados la apreciación que tienen de uno, y volverse apáticas, antagonistas, o hasta enemigas.
Claro, también es cierto que algunas de estas personas se han tildado de “amigos “ o “amigas” mientras con sincero afecto les hemos sido útiles, habiendo puesto a su disposición generosamente, nuestros conocimientos, nuestros consejos, nuestra ayuda. Y después que han usado de nuestra capacidad y se han aprovechado de nuestro talento y bondad, nos hacen a un lado, como limón exprimido.
Idos están –lamentablemente—aquellos tiempos en que la palabra empeñada se cumplía, sin necesidad de firmar documentos.
Idos también, los tiempos en que un apretón de manos era un símbolo de entendimiento, amistad y solidaridad.
No hay cosa que me duela más que perder amigos, pero francamente, me he analizado despiadadamente, y los que he perdido –que los cuento con los dedos de una mano y me sobran dedos—no los he perdido por mi culpa, por haberles tratado mal, por no preocuparme o no valorarles, sino todo lo contrario.
En un par de casos, los he perdido por no ser hipócrita, o “diplomático”, sino simplemente por ser franco y directo, y por depositar una confianza de la cual, ahora reflexiono, no eran merecedores.
Otro caso que tuve fue de alguien que variaba en su manera de pensar y sentir como un semáforo, resultando muchas veces incomprensible e impredecible, incoherente y pletórico de contradicciones. Y esa es una gran pena.
Por eso, estas cosas en mí, me provocan tristeza. Especialmente porque se rompe algo tan fecundo como es el diálogo. Yo creo en el diálogo. Yo apuesto al intercambio inteligente de puntos de vista, con respeto y dignidad. Y por sobre todo, creo en el encuentro sincero de sentimientos, de personas.
Cuando hay amistad, nos podemos decir mil cosas, pero siempre con cariño, siempre con respeto, siempre procurando no herir, sino persuadir. Nunca con insultos, nunca con desprecio, nunca menoscabando, nunca borrando con el codo lo que se escribió con la mano.
Pero además, hay algo esencial, y eso es: no mentir, no fingir. Ser auténtico, ser sincero, ser transparente, y ser coherente.
Hay gente a la que –lamentablemente—le falta esa capacidad.
A lo del título.
enigma
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