No planteo aquí una disquisición académica o lingüística. No es mi tema, y no viene al caso.
No estoy manejándome en el área de la semántica, sino en la de la ética.
A veces, por demasiado usarlas, las palabras pierden su valor, casi su significado original, y su fuerza.
De tanto gastar insultos, las palabas antes usadas para insultar gravemente, las que podían llevar hasta el duelo entre caballeros honorables, hoy día se dicen como quien anuncia la venta de algo en una feria. A voz en cuello, en cualquier lado, a cualquier nivel social, y no causan siquiera molestia.
Al parecer se ha creado una especie de callosidad del alma, por la cual esas gruesas palabras, resbalan.
Eso mismo, al parecer, ocurre con conceptos y palabras más importantes que les expresan, especialmente cuando éstas quieren significar y trasuntar un sentimiento muy profundo. Para el caso: amor, odio.
Usarlas livianamente, por pasatiempo, o como un estilo de decir, resulta finalmente algo inapropiado, pues amar u odiar son sentimientos muy intensos como para minimizarlos, quitarles importancia, hacerles cuasi sin sentido, y pensar que o bien se confunden con otras cosas, o no son lo que en realidad se espera signifiquen.
Es que la palabra, escrita o salida de nuestra boca, tiene una fuerza por sí misma y por tanto una repercusión social, que tal vez algunas personas no atinan a colegir, a darse cuenta.
Pero la palabra está atada a la persona. No es un ente abstracto quien la emite, es cada uno de nosotros, y por tanto, la palabra pronunciada, dice de nosotros mismos, dice quiénes somos, y cómo somos. Y el uso que hagamos de la palabra será un claro índice de nuestra responsabilidad.
Las palabras nunca pasan al olvido, ni pueden tergiversarse. Es aquello de que no se borra con el codo lo que se escribió con la mano.
Las palabras, querámoslo o no – y si no entendemos esto no sabemos dónde estamos parados—nos comprometen, y ¡mucho!
Las palabras terminan por definirnos a nosotros mismos, por decir a los demás, quiénes somos y cómo somos y actuamos. Qué grado de confianza se nos puede tener, hasta cuánto somos válidos, en tanto respaldamos con actos aquello que decimos.
En Japón, el código de ética que rige al samurai – el Bushido— establece ciertas pautas muy claras, como la honestidad, --que de eso se trata—y la sinceridad absoluta.
Cuando un samurai dice que hará algo, es como si ya estuviera hecho. Nada le detendrá en la realización de lo que ha dicho que hará. No ha de “dar su palabra” o“prometer”. El simple hecho de hablar ha puesto en movimiento el acto de hacer. Hablar y hacer son la misma cosa.
Las palabras que decimos, nos comprometen.
Las palabras que decimos no pueden ser pronunciadas ni tomadas en vano.
Las palabras que decimos, nos definen.
Y nadie puede evitar las consecuencias sociales de lo dicho, porque ya fue dicho, y eso tiene repercusiones incalculables.
De modo pues que, a cuidar qué decimos, cuándo y cómo lo decimos, y fundamentalmente, a hacernos responsables de lo dicho.
Tal vez, este “spot” publicitario del diario ABC ilustre adecuadamente lo que intento compartir con ustedes.
enigma
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