Me encontraba en Bogotá, Colombia, y alguien me habló de la Mina de Zipaquirá, una mina de sal, donde en las profundidades de la Tierra, la obra de los mineros hizo posible crear imágenes y un altar, en lo que se conoce como la Catedral de Sal.
Y allá me fui.
Ignorando todo, fui solo, no había un solo turista...y entré a la mina. Enormes maderas a los costados y en el techo, parecían querer soportar el peso de la corteza terrestre herida, y de tanto en tanto, un tubo de luz iluminaba un camino prácticamente en penumbras.
De pronto, bien abajo de la Tierra, cuando ya había andado casi una hora de caminata, y aquel túnel seguía descendiendo y profundizándose, me detuve. Lo primero que pensé fue: si hubiera un terremoto, soy hombre muerto.
Pero a continuación, habiendo detenido mis pasos, me apabulló el silencio más profundo que jamás hubiese podido escuchar. Realmente, aquel silencio me doblegó. ¡Fue tremendo!
Seguí mi camino, no sin cierta aprensión. Yo no sabía hasta dónde habría de descender, ni cuánto tiempo tendría que seguir caminando, y qué habría al final del túnel. Porque cuando fui, ni siquiera sabía de la existencia de la Catedral de Sal.
Mi corazón se agitó de alegría cuando escuché unas voces...me dije "'¡no estoy solo!", hasta que llegué.
Allí me recibió un minero, que hizo de cicerone explicándome la profundidad de la excavación, mostrándome un orificio que daba a la superficie y por el cual aún se licuaba la sal de que está compuesto el subsuelo. Me traje una piedrita de sal que aún conservo, y me iluminó las imágenes de la Catedral para poderlas fotografiar.
También me dijo que estaban por cerrar, y me preguntó cómo era posible que hubiese llegado solo...
Mi regreso a Bogotá fue una aventura casi. Cuando salí de la mina no había nada, ni autobuses, ni taxis, nada. Y yo tenía que regresar a Bogotá. Caminé unas cuadras y de pronto divisé un camión repartidor de bebidas gaseosas. Me aproximé al camionero para preguntarle cómo podía regresar a la capital Colombiana, y el hombre muy bien dispuesto me dijo, súbase, que le llevo al centro del pueblo.
Ya allí sí, había autobuses, y uno que iba a Bogotá. Él atravesó su camión delante del autobús, le tocó bocina avisándole que yo iba de pasajero. Así hice mi regreso.
Pero dejo la anecdota del regreso, para centrarme en lo fundamental: nunca escuché un silencio tan estruendoso como ese.
En las entrañas de la Tierra, el silencio tiene como un peso...cuasi que agobia...
Hoy no estaba en ninguna excavación, me encontraba en mi casa. Mi barrio es tranquilo, apacible.
Y de pronto: volví a escuchar el silencio. Un silencio que se hace ominoso, un silencio que no deseo, un silencio que me hizo patente mi soledad...
enigma
Textos protegidos por derechos de autor
No comments:
Post a Comment