Pienso que los seres humanos muchas veces somos como el hierro, y nuestra alma se templa no en los momentos de bonanza y en que todas son rosas, sino en los momentos de adversidad.
Es cuando debemos enfrentar reveses, dificultades de distinta índole, dolores físicos o espirituales, la enfermedad o la pérdida de un ser querido, la traición de alguien en quien confiamos, o el desprecio de alguien que pensamos nos valoraba, cuando realmente somos puestos a prueba, cuando nos templamos como el hierro puesto al rojo vivo.
Y entonces surgimos transformados, moldeados, más fuertes, endurecidos por esas desdichas, superando los trances amargos.
Es también cuando podemos saborear mejor entonces, los momentos tiernos y dulces, las cosas buenas y sabrosas de la vida.
Es cierto que esas cosas tristes, funestas, dolorosas, difíciles, dejan huellas y huellas para siempre. Es cierto que cuando vienen los tragos amargos, reclaman de nosotros paciencia, templanza, espíritu servicial al máximo, riesgos, y fé para creer en un mañana mejor.
El mañana mejor siempre es posible, y en muy buena medida depende de nosotros mismos.
El torrente de la vida a veces se parece a un río embravecido, que desborda su cauce y arrasa con todo lo que encuentra a su paso. Pero lo importante entonces, no es ponerle diques, sino canalizar esa impetuosa correntada de la mejor manera posible, para justamente aprovechar al máximo su potencia, y transformarla, de un elemento destructor, en un elemento creativo.
En saberlo hacer, consiste la sabiduría.
enigma
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