Mis padres tenían una colección de libros llamados “El Tesoro de la Juventud”, y recuerdo que uno de los tomos se titulaba “El libro de los por qué”, y aludía a que en la niñez tendemos hasta el hartazgo a preguntar el por qué de las cosas.
También, junto con esa cualidad, está el atractivo enorme que ejerce todo aquello que conlleva un misterio. Lo oculto, lo secreto, lo esotérico, lo encriptado, lo que hay que descifrar, decodificar, o para lo cual se necesita un alto grado de acceso para poderlo conocer.
Esa otra cualidad innata, se llama curiosidad. Somos curiosos por naturaleza, y si hay un misterio, la atracción que ejerce es directamente proporcional a lo poco que se ha dejado entrever del mismo, y lo mucho que queda por averiguar.
Sonrío al acordarme de una picardía hecha por dos ex-compañeros de trabajo.
Se habían puesto cada uno a un lado de una pequeña mesa. En medio de ella, apenas dos fósforos (o cerillas como les llaman algunos), uno perteneciente a cada uno de ellos. Estaban concentrados, en la actitud propia de jugadores de ajedrez. Pasado un rato, uno movía su fósforo de determinada forma, y el otro hacia un gesto como de que se le había puesto difícil la partida. Pensaba un rato, y movía su fósforo en otro sentido. De pronto el otro actuaba rápido y volvía a acomodar de alguna manera su fósforo.
En eso se pasaron como unos siete minutos, a todo lo cual ya tenían un buen círculo de curiosos, que no se atrevían a preguntar ni cómo se llamaba el juego ni cuáles eran sus reglas. ¡Tan bien estaban interpretando el papel de concentrarse antes de cada “jugada”!. Cuando de pronto, miraron a su alrededor, cada uno sacó su fósforo de la mesa, y entre ambos dijeron, “bueno, por hoy es suficiente, y con una risa, se fueron del lugar”.
Todo había sido una estupenda parodia. Pero el “misterio” de poder descubrir a qué jugaban y cómo eran las reglas del juego, concitó la atención de unas ocho personas que les rodeaban…
Otra vez, hicimos una apuesta con un amigo, de que haciendo cierta cosa, al rato tendríamos un grupo de curiosos en torno nuestro.
Y entonces, en pleno centro de Montevideo, nos pusimos a mirar el cielo, y empezamos a comentar: “ahí se movió ¿viste? y señalábamos al cieo con un brazo extendido y un dedo apuntando. Sí decía mi amigo, “pero ahora se detuvo de nuevo”…”si, lo veo quieto”…”uy, uy, ahí va, casi se escondió detrás de la nube..” todo esto en voz alta como para que transeúntes nos oyeran. No nos sorprendió que al rato, teníamos un núcleo de curiosos alrededor nuestro oteando el cielo, a ver si podían visualizar lo que aparentemente nosotros veíamos. De pronto le pregunté a uno de esos curiosos, “¿Ud. lo vé?” y me respondió: “sí, creo que sí, hace un ratito me pareció verlo”… aguardamos un momento más, y nos dijimos, “vámonos que si no se nos va a hacer tarde”. Nos fuimos del lugar, y el núcleo de curiosos quedó mirando al cielo al que se le unieron otros curiosos. Aquella deliberada fantasía nuestra, había tenido el efecto de una bola de nieve, luego se retroalimentaba sola. Digno de un estudio psico-social.
Con algunos temas sobre los cuales la mayoría no sabe nada, unos pocos saben algo, y apenas un núcleo muy pequeño y secreto sabe todo, ocurre lo mismo.
Desde los fantasmas, pasando por los ovnis, y llegando al calendario Maya y “el fin del mundo”, todo concita la atención, y hasta el fanatismo de algunos.
La razón se anula, el uso del cerebro para discernir con serenidad y lógica cuanto puede haber de cierto o de mito y fantasía, quedan a un costado. Basta que alguien vea un pseudo documental en algún canal de televisión, para tomarlo como la verdad revelada. Ratificada luego por cientos de videos subidos a YouTube, o cosa semejante.
Entonces lo que podría despertar natural curiosidad, y un montón de dudas a despejar racionalmente, se convierte en una “realidad” en la cual las personas creen, y aún más, quieren creer. Y se aferran a ella de tal manera, que si alguien les muestra que están equivocadas, que su interpretación de la realidad está totalmente distorsionada por el deseo de creer, se molestan y hasta se ofenden.
Y unos con otros, quienes reaccionan así, se retroalimentan mutuamente, creen tener “la verdad” y que quienes manejan datos concretos y verdaderos, son “agentes de desinformación”, siniestros personajes pagos por quién sabe quién, o simplemente “escépticos” que no aceptan una “realidad” a todas luces evidente para ellos y ellas, ese grupo amorfo de creyentes que se expande como plantas silvestres por todo el planeta.
Son gente que reniega de la ciencia, que desconfía de los gobiernos –que sostiene le mienten sistemáticamente—y que considera que su creencia es realmente la verdad del asunto de que se trate.
Pero están más que dispuestos/as a aceptar a cualquier charlatán, con o sin título académico (¡a veces hasta el título es falso!) de esos que organizan reuniones especiales, o dan conferencias públicas para las que hay que pagar costosas entradas, o mantienen un programa de televisión por el cual cobran muy bien, y en una palabra, explotan comercialmente, esa credulidad púbica.
Se trata de esa tendencia muy popular a confiar en los embaucadores de habla elegante y tono convincente, que dicen sartas de disparates y mentiras. Los disparates y mentiras que los y las creyentes quieren y necesitan escuchar, para confirmar sus propios puntos de vista.
Lo que un misterio debe suscitar, es una investigación sobre bases netamente científicas para que pierda el carácter de tal.
Pero cuando con algo misterioso se vive haciendo negocio, entonces nunca conviene llegar a la verdad, a que el misterio desaparezca, y ello por razones obvias. ¡Se acaba el misterio y se acaba el negocio! Así de simple.
Y esto hace que un misterio entonces se perpetúe como tal.
La curiosidad es una herramienta sana a nuestro alcance, cuando la canalizamos adecuadamente como entes pensantes. Pero es una pésima compañera cuando nos lleva a creer en cualquier cosa, cuanto más extraordinaria o inverosímil mejor, como parte de una “explicación” que no es tal.
enigma
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