Hace pocos días me tocó despedir a un amigo y hemano en la fe cristiana.
No fue un momento lleno de llantos y lágrimas. Fue sí un momento de reflexión, de palabas y silencio, de cánticos y sobre todo de solidaridad.
Fue también un momento especial para reafirmar la certidumbre de que cuando termina esta existencia tridimensional nuestra, NO se termina nuestra vida.
Nosotros continuamos siendo, con autoconciencia de quienes somos, sólo que ya sin depender de este ropaje carnal.
Nos desprendemos del mismo, y libres de esa atadura, pasamos a la dimensión eternidad.
Desde allí, podemos ver y escuchar a quienes aún están acá, quienes aún existen.
Pero nuestra dimensión ya está en otro plano. No puede interferir con el anterior. Como suele decirse "hemos pasado a mejor vida", y efectivamente es así.
Claro está que esto tiene implicancias éticas y de valores para esta existencia actual.
El amigo partió, rodeado de familia y amistades. Una sala rebosaba con más de 100 peronas apiñadas en asientos, muchas otras de pie al final de un corredor, más quienes se hicieron presentes, y luego tuvieron que ausentarse porque estaban trabajando, y el acto se celebraba en día laborable.
Cada quien alli, era como una semilla que en su existencia, el difunto plantó con su propia vida, con su propio relacionamiento humano con los demás. Un relacionamiento de comprensión, de apertura, de amor fraterno, de solidaridad, de ayuda. Por eso cosechó tanto, ¡y ahí estaban sus frutos!.
¡Dichosos todos quienes pueden partir de este mundo con tal pléyade de seguidores, de personas que sintieron el imperativo moral de estar presentes para una despedida final!.
Eso se crea, genera y gesta en cada día que vivimos.
No tenemos comprada nuestra existencia. No tenemos un documento que nos garantice hasta cuándo vamos a vivir.
Cualquier momento puede ser nuestro último momento. Un ataque cerebral, un infarto al miocardio, la falla de los riñones, un accidente, pueden poner punto final a nuestra existencia cuando menos lo esperamos. También un criminal puede terminar con nuestra vida, porque resistimos su asalto, o porque es un asesino a sueldo enviado a matar.
No podemos más que aspirar a vivir mañana, pero la realidad es hoy.
Y entonces, siendo así que somos perecibles, y que no sabemos lo que nos puede ocurrir, ni cuándo, ni dónde, ni cómo, ¿acaso eso no nos plantea seriamente la pregunta acerca de qué clase de vida estamos llevando?
¿Qué valores le estamos transmitiendo a nuestros hijos?, ¿cómo les estamos educando y si realmente les educamos o les deformamos conforme a lo que la sociedad consumista nos ofrece?
¿Y mucho más aún, acaso no nos plantea cuál es nuestro relacionamiento con nuestro prójimo, con los seres que conocemos, que están en nuestras vidas, que nos acompañan en el mundo en esta existencia?
¿Qué nos anima, odio, rencor, venganza, destrucción, o amor, reconciliación, perdón, entendimiento, búsqueda de una felicidad común?
¿Cómo queremos que se nos recuerde si fallecemos?
No son preguntas tontas. Son preguntas de fondo, que han de moldear nuestra actual existencia.
Por otro lado, por ser perecibles, tenemos un apremio, una urgencia por vivir intensamente este presente. No esquivarlo, no dejarlo para despúes. ¡Es hoy y ahora!
Vivir el hoy, porque mañana, no sabemos...
Vivirlo con alegría, con felicidad, con gozo, a plenitud. Sabiendo que esa alegría, felicidad, gozo y plenitud es la que nos proporcionan todos con quienes nos relacionamos en esa forma.
Lo que se desprende de nosotros y llega a otros, vuelve a nosotros multiplicado.
¿Qué queremos que se desprenda de nosotros?, ¿qué queremos recibir multiplicado?
Estas son preguntas netamente existenciales. Vale la pena meditar en ellas, y tomar resoluciones sin demora. De pronto enmendar errores, de pronto unir lo que se separó, de pronto redescubrir en nosotros mismos momentos maravillosos que hemos hecho nuestros, y que podemos volver a repetir mientras estemos, mientras existamos.
Vivir el hoy, y vivirlo intensamente, es la consigna.
enigma
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