La pérdida de Alicia --mi esposa de 39 años-- fue un rudo golpe para mi.
Algo que ninguno de los dos esperaba, tan temprano en su edad, tan pronto en nuestra vida común.
Tan desdichado en el sufrimiento que le tocó padecer y en la certidumbre de un final que por ser ella como era, duró casi un año más de lo previsible.
El cáncer pudo haber avanzado en su cuerpo, pero jamás tocó su espíritu.
Su ausencia ha dejado un vacío enorme, muy difícil de llenar.
Pero lo diferente a dos años atrás, es que hoy la puedo evocar con serenidad de espíritu. Dando gracias por todo lo hermoso que pudimos vivir juntos, también por los momentos difíciles, porque la existencia se compone de todos ellos como dos caras de una misma moneda.
¡Tantas cosas me recuerdan a ella! Su ropa, de la que aún ha quedado mucha conmigo que no he querido dar a cualquiera ni donar indiscriminadamente. Algún medicamento que usó durante su enfermedad, y de los cuales me he ido deshaciendo, pero siempre aparece alguno, en algún cajón o estante. Su letra, en recetas de cocina copiadas de alguna fuente. Y su estupendo sentido geográfico que viene a mi cuando conduzco mi automóvil, y voy por caminos que ella me enseñó a usar.
Alicia está presente. Alicia perdura conmigo en el tiempo. No está allá, no está afuera, está dentro mío, la llevo conmigo, y así será hasta el día en que el Ser en Si me llame a su presencia, y entonces nos reencontremos, ya en la Eternidad.
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