Desde mi
escritorio y a través de la ventana, veo sacudirse los árboles con sus hojas
marrones del otoño y sus ramas secas, que no volverán a tener hojas hasta
dentro de varios meses.
La
naturaleza nos enseña que todo es cíclico, que todo retorna, que todo tiene su
tiempo. Que la vida continúa, y que perecederos como somos, nuestro paso por el
mundo seguramente dejará huellas imborrables en muchos de quienes nos han
conocido, tratado y con quienes hemos compartido trozos de vida.
El pasado
puede superarse, pero nunca borrarse. No somos hoy, sin él. Lo llevamos en
nosotros.
Lo que
pasó, pasó, pero ocurrió, fue realidad, y nos queda adentro para siempre, lo
vivimos con intensidad, es parte ineludible e irrecusable de quienes somos hoy.
Sería
artificial pretender que ese pasado nunca fue, nunca existió, y fabricarnos una
actualidad en base a una ficción. Algo así como decir: declaro que soy feliz,
que estoy lleno de alegría…y creérmelo.
Si tengo
reales motivos actuales para sentirme feliz y estar alegre, no será por un
esfuerzo propio por auto-convencerme que debo estar de ese ánimo. Si no, sigue
siendo una ficción.
Si el
pasado ha sido sustancialmente malo, es sano y lógico evitar recordarlo, pero
con la conciencia clara de que siempre está dentro nuestro.
Si el
pasado ha sido muy feliz, si nos dio alegría, si nos hizo sentir que nuestra
existencia era hermosa y que valía la pena vivirla, ese pasado jamás puede
eliminarse, aunque una ruptura del mismo nos haya causado con igual fuerza e
intensidad, dolor, angustia, pena y hasta depresión.
Lo que sí
podemos hacer, es procurar no recordar aquello que nos causó dolor, lo que
abrió una profunda herida que lleva tiempo sanar.
Esto no
quiere decir que tengamos que vivir tristes, amargados, derrotados. Eso no,
jamás.
Podemos
tener hoy motivos de alegría, de felicidad, de paz interior que son muy
importantes para recuperarnos, para rehacernos. Pero somos conscientes que no
somos los mismos que fuimos. Que hay una parte nuestra que nos fue arrebatada.
No es
cuestión de no aferrarse al pasado y a los recuerdos tristes, como dice el gran
poeta mexicano Jaime Sabines.
Por el
contrario, el problema se plantea cuando recordamos los tiempos felices,
plenos, hermosos. Esos que anhelamos
tener hoy también.
Viene a mi
memoria la samba “No te puedo olvidar” que cantaba aquel conjunto folklórico
argentino entonces famoso: “Los Fronterizos”.
Y en el acá reciente, la hermosa canción que canta Enrique Iglesias
quien en forma positiva expresa “Nunca te olvidaré”.
El pasado
se supera, pero no se borra.
Y la
alegría no es una forma artificiosa de auto-convencerse. Tiene que surgir
verdaderamente de dentro. No es tampoco el momento feliz pasajero. Es un estar
permanente.
Pero Benedetti no
se confunde: juega con antinomias (como es su estilo) y al final de su poema
dice: “y también de la alegría ”. ¡Cuidado pues!
No es una alegría prefabricada,
antojadiza, circunstancial, sino verdadera y honda. Por eso convoca a
defenderse de la alegría misma.
Recoger
toda esta sabiduría, nos sirve para mirarnos objetivamente, para no crearnos
una imagen falsa de nosotros mismos, para vivir con realismo.
Y al final
de toda esta reflexión, otro poeta nos trae un mensaje pragmático y sensato.
Se trata de
Quintus Horatius Flaccus, simplemente conocido como Horacio, que vivió en la
época del emperador Augusto, en Roma, y que escribió esta frase que ha
trascendido los siglos: "Carpe
diem quam minimum credula postero", “Sácale
provecho al día, confiando lo menos posible en el futuro.”
De la larga frase, sus dos primeras palabras hoy aparecen escritas en
camisetas y hasta en nombres de empresas: “Carpe diem”: sácale provecho al día,
y francamente considero que nos invitan a vivir el hoy.
En eso estoy.
Milton W. Hourcade
Textos protegidos por derechos de autor.
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