¿Qué importancia puede tener mi vida para otros? me pregunté hoy. Pero no se trata de mi vida sino de lo que a través de mi relato no sólo puedan conocerme mejor, sino a la vez dar con ex-compañeros de estudio o de trabajo,que de pronto pueden comentar y agregar sus propias vivencias o experiencias.
Cuando abordé el segundo año de Preparatorios en el IAVA, mi situación personal había cambiado.
Por un lado, tenía un empleo como administrativo en la Dirección de Expendios Municipales, ubicada entonces en Joaquín Requena casi Brandzen, y por la vuelta en Carapé. Era una oficina con una noble tarea social, que lamentablemente desapareció. Hoy esos bienes inmuebles están ocupados por familias que --tal vez-- tengan vinculación con personas desaparecidas durante el gobierno de facto.
Allí comencé trabajando en Contaduría, donde encontré al Cr. Julio Burgazzi, y al oficial Eduardo Agripa. Recuerdo a un señor mayor que se caracterizaba por usar moñita en lugar de corbata, Walter Forni era su nombre. Una persona muy agradable. Y allí estaban quienes más adelante contraerían matrimonio, dos estudiantes de Notariado, Blanca Lleonar y Walter D´Auría.
Tiempo después, litaralmente ascendí, porque fui a trabajar al primer piso. Allí estaba en la secretaría de dirección. Y esa fue la experiencia más feliz de este mi primer empleo.
Desde don Washington Nevicati, y "el negro Preve", de quien nunca pude saber su verdadero nombre, en la Caja, y alrededor mío un grupo femenino integado por la oficial Sonia Alcoba, y las empleadas Olinda Iglesias San Martín, y Nora Raquel Oldoine (hija de "Old", famoso comentarista deportivo). El jefe de Secretaría era Arturo Basanta.
Ahí aprendí a usar un mimeógrafo, a grabar matrices con instrumentos especiales para hacer carteleras de precios,etc. Y por suerte, teníamos unas máquinas de escribir nuevas.
En un salón contiguo estaba Susana Tabérez, responsable del archivo de todas las operaciones de la oficina.
El Secretario era don Guillermo Almada, ahí tenía su escritorio Jaime Yaffe, y Héctor Fabregat Escalera.
El Director era don Eugenio Marabotto, un hombre corpulento, alto, de ojos celestes, típico italiano del Norte, bueno a carta cabal. Primero tuvo una secretaria personal, de cuyo nombre no me acuerdo. Luego, fue sustituida por Rosalía Santos Ibarra,a la que llamábamos Rosina.
En la Oficina de Personal, el jefe era Sander, con quien daba gusto conversar porque siempre tenía una ocurrencia o un chiste. Con él trabajaba la señora Gilda Badaracco de Iraizoz (esposa de un famoso pelotaris uruguayo), y más tarde también se unió a la sección Susana Bernadá, una hermosa rubia, que se iba a tostar a Punta del Este.
Por la calle Carapé se atendía al público que iba a buscar tarjetas para adquirir leche a precio reducido. Ahí estaba Guillermo Noya, que quedó de Jefe de la Sección, cuando Perna pasó a sustituir a Marabotto que había fallecido. Un tiempo fui a reforzar la sección allí hasta que regresé a secretaría.
También en la calle
Carapé estaba la sección Depósito, donde se guardaba todo el material de
oficina necesario para cumplir nuestras funciones. Había un solo
responsable, Emilio Peduto.
Durante el tiempo de mis estudios el señor Marabotto dispuso que se me diera un horario especial para poder estudiar para los exámenes, y cada vez que daba uno le informaba a él de cómo me había ido. Asimismo, y por reglamento podía disponer de 48 horas antes para faltar a mi trabajo y ultimar los preparativos de cada examen.
Lo
que puedo decir en resumen, es que era un grupo de gente formidable,
todos nos tratábamos con respeto, y con algunas personas era posible
desarrollar un cariño verdaderamente hermoso.
Solíamos celebrar cumpleaños, y despedidas de solteros.
Por ese tiempo, me había enamorado seriamente de una chica vecina, que cada vez que llegaba a mi casa desde la oficina, me esperaba en la terraza-balcón de su apartamento.
Nos entendíamos muy bien, y verdaderamente fue en ese momento el gran amor de mi vida. La ayudé todo lo que pude, hasta le conseguí un empleo en la Cooperativa Municipal. Llegamos a comprometernos con una pequeña celebración en mi hogar, y estábamos haciendo aprontes para casarnos.
María Raquel era todo para mi, y de pronto, la infausta noticia de parte de personas amigas, de que al parecer andaba dándose besos con un individuo que llegué a saber era su jefe en su empleo. La situación me revolvió el estómago, tuvimos una seria conversación, y partir de ahí se terminó nuestra relación. Anímicamente quedé muy maltrecho, me costó mucho tiempo recuperarme.
En mis estudios me iba muy bien. La clase de Metafísica, con una profesora cuyo nombre no recuerdo, era estupenda porque se podían debatir ideas. Una de las chicas que más intervenía era Sonia Breccia, con quien inclusive una tarde, mi amigo Raúl Freccero y yo (que estábamos en la misma clase) fuimos a la casa de los padres de Sonia en Pocitos, donde estuvimos horas estudiando.
De este año recuerdo con afecto a Sarita Shapiro, a Dinorah Azpiroz, y a una hermosísima rubia --que no estaba en nuestra clase-- pero con la que a veces intercambiábamos alguna conversación: Lil Güida.
Fue el año de paros y ocupación del IAVA. Dos por tres las clases se interrumpían. A nosotros los estudiosos eso nos molestaba y mucho, por cierto.
En Historia Nacional tuvimos el lujo de tener a un auténtico historiador, el Profesor Edmundo Narancio. Todas las mañanas llegaba en su jeep, se bajaba, compraba el diario El País y lentamente llegaba al IAVA. Por esa misma lentitud que tenía al caminar le habíamos puesto como apodo "Aquiles" (el de los pies ligeros) por contraposición. Cada clase era una exposición estupenda de conocimiento de la historia y su explicación.
Ese año salvé todas las materias. Estaba listo para ir a Facultad de Derecho. Allí conocí a un par de valiosos profesores, como lo eran el Dr.Hugo Barbagelata, en Derecho Constitucional, y el Prof. Aníbal Del Campo, en Derecho Civil e Isaac Ganón en Sociología. De otros no recuerdo. Todos los días teníamos clases de mañana. De tarde trabajaba y de noche estudiaba. No era nada ideal como situación. El estudio lleva su tiempo.
Con Freccero habíamos estudiado juntos para el examen de DerechoCivil. Nos considerábamos preparados. Raúl salvó la prueba y
quedó en esperarme en el "Gran Sportman", el café frente a la Universidad. Rato después llegué yo, y cuando él pensaba que ambos íbamos a celebrar un triunfo, no pudo compender cómo era que yo había perdido el examen.Ese fracaso me desanimó mucho. Pensando en por qué había perdido, encontré una razón que me diferenciaba de Raúl: él sólo estudiaba, yo a la vez, trabajaba. Y llegué a la conclusión de que si uno quiere llevar un ritmo natural de estudio a nivel universitario, no puede hacer las dos cosas. A menos que se disponga a pasar el doble de años estudiando hasta obtener el título.
Por entonces había cambiado también de empleo. Me había presentado a un concurso aspirando a un puesto en la Sociedad Anónima Fábrica Uruguaya de Alpargatas, una textil de capitales británicos que estaba instalada en Argentina, y en Venezuela.
Gané esa prueba que no era sólo de conocimientos generales, sino que tenía una buena parte a un test de personalidad.
Entré a trabajar allí en la administración de fábrica, lo cual me llevó a tratar con cantidad de opearios y operarias, y con jefes y encargados de secciones.Por un lado fue una rica experiencia, por cuanto tuve que conocerme toda la fábrica, qué hacía cada sección, cómo se trabajaban los textiles, cómo las alpargatas, cómo la tela vaquero y el teñido de telas, más las telas estampadas con colores, etc.
Cuando venían visitas, yo era el encargado de llevarles a recorrer todas las instalaciones.
Todos quedaban sordos luego de visitar telares, pero eso se les iba yendo paulatinamente. A los 20 minutos habían recuperado su total audición.
En la tarea diaria, llevaba un control de ausencia, y especialmente por razones médicas. Trataba con el médico certificador, le preparaba una lista de visitas para verificar si efectivamente los empleados estaban enfermos y registraba sus novedades en las fichas de cada quien.
Todo eso era en la oficina de Personal de Fábrica, que tenía un jefe argentino, de apellido Delfino, y un sub-jefe, de apellido Olivar. La secretaria del señor Delfino era Elizabeth Herrero, una chiquita muy simpática y eficiente, y además una gran persona. Luego de años nos hemos vuelto a encontrar en Facebook.
Con el andar de unos años, me pasaron a una oficina de planificación
de producción de fábrica. Allí había que ir a verificar qué cantidades había de materia prima, qué pedidos de ventas venían y cómo podría tenerse una producción para cierta fecha dada. No era nada facil, y francamente, no era el ideal para mi, porque había que hacer cálculos, y ese no era mi fuerte. Cuando yo comparaba el ambiente con el de la oficina municipal, aquello era el día y la noche.
En la fábrica nadie se conocía por su nombre. Todos por sobrenombres.
La infidelidad conyugal era la norma. Había una sección a la que --en alusión a una comedia argentina- le llamaban "Villa Cariño". Casi todas las que allí tabajaban era mujeres casadas pero tenían sus amantes en la fábrica.
El conceptos actual de "acoso sexual" no existía y nadie denunciaba semejante cosa. Sería un paria en ese ambiente.
Había una sección en la cual, cuando llegaba una operaria nueva, una chica joven, las que llevaban años allí le aconsejaban que tuviera buenas relaciones con el jefe o el supervisor, si acaso quería progresar.
Cuando alguien se iba a casar, las despedidas de soltero eran crueles. Y no exagero.
Los compañeros hacían suya una competitividad y jugarretas y bromas pesadas, en desmedro de otros. Era realmente un ambiente tóxico, como se dice hoy día.
Pude tener muy buenas relaciones con algún que otro jefe o supervisor. Con otros era mera formalidad, y a otros individuos los evitaba.
Con la gente de administración, había compañeras y compañeros con los que me llevaba muy bien, pero eran la excepción.
Por otra parte, en aquel tiempo ya Uruguay estaba sumido en una fuerte división político-ideológica, más la acción deletérea de los Tupamaros, de los cuales había en la propia fábrica.
Hubo paros y ocupaciones, y eso que teníamos dos dignos dirigentes sindicales, que trabajaban a la par de cualquiera: Jorgelina Martínez e Ignacio Rubén Huguet.
Pero llegué a un punto en que la fábrica me cansó.
Cuando me iban a dar un ascenso y estaba previsto que pasaba a trabajar en la Administración, a las órdenes del Sr. Vitale, uno de los jefes, decidí renunciar.
Surge en medio de esa crisis una decisión que en el momento consideré vocacional, y eso me permitió estudiar tres años en dos, y obtener mi Bachillerato, y otros tres años en dos en Buenos Aires (donde nació mi hijo Juan Pablo), y obtener mi Licenciatura.
Cuando vine a Estados Unidos presenté mi documentación de estudio, y una institución acreditada para ello, al revisar todas las materias que había rendido y mis notas indicó que eran equivalentes a una Maestria. Y así fue el título que se me adjudicó.
Milton W. Hourcade