Siento como que me pican pulgas cuando un automovilista que está delante mío tiene la luz verde, y se queda parado, como esperando que le digan “¡anda!”.
No me gusta ir al médico y comerme un plantón de 30 o 40 minutos, me parece una desconsideración a mi tiempo y una falta de respeto.
En algunos otros órdenes de la vida, estamos forzados a tener paciencia, a soportar condiciones adversas, a saber esperar.
Y si la espera es fundada, vale la pena esperar, aunque sea cierto aquello de que “el que espera, desespera”.
Yo desespero del mensaje que no llega, del silencio de ex profeso, de la incomunicación deliberada, o planificada. Yo desespero de la respuesta que demora en llegar, del encuentro que no se produce, o de la cita que no se concreta.
Porque soy cumplidor. Y cuando empeño mi palabra la cumplo a cabalidad.
Y cuando digo voy, pues voy. Y cuando digo estoy, pues estoy.
Y cuando tengo que ir a una cita, lo hago puntualmente.
Me gusta por tanto, y creo ser justo en demandar reciprocidad.
Ahora, hay veces que en ese aguantar, en ese esperar que ocurra algo, en esa paciencia puesta a prueba, uno intuye --aunque puede equivocarse— que se ha puesto en marcha cierto mecanismo de decepción. Mecanismo que en el fondo juega con uno, y lo que espera es que uno se canse.
Es aquello tan viejo y conocido del político que nos promete solucionar un problema, acudimos con confianza, esperanzados, y de pronto, comienza el mecanismo de la decepción: “no todavía no está, pero lo espero la semana que viene”. A la semana siguiente cuando uno va a ver al individuo, lo ataja un secretario que le dice “el doctor no vino hoy, está de viaje, venga dentro de dos semanas”….
Y así va transcurriendo el tiempo, y las citas frustradas, y la esperanza que se va desgastando, y finalmente uno se queda pensando si no está haciendo el papel del idiota, renovando en cada cita incumplida, la confianza en ese político manipulador y fabulador, que nos tiene prendidos de lo que pueda hacer, y finalmente no hace nada…
Es muy triste que haya gente así, y es más triste finalmente la situación de uno que a poco de verificar o tener la sospecha de ciertas incongruencias, no termina el vínculo con el político, lo manda al diablo, y ¡a otra cosa!
Pero nos cuesta pensar mal de los demás, porque esencialmente somos buenos, correctos, y tendemos a pensar que los demás son como uno, para darnos cuenta –a veces muy tarde- de que hemos estado terriblemente equivocados.
Que no hubiesen merecido haber acudido ni una sola vez, confiarles absolutamente nada, y buscar solucionar el tema que nos llevó al político, por otra vía, si ello es posible.
El mecanismo de decepción, juega con el tiempo, la otra parte pretende seguir viviendo como si no existimos, y somos nosotros los que estamos pendientes de algo que nunca se concretará.
El mecanismo de decepción apuesta a nuestro desgaste, a nuestro abandono, a que no seamos persistentes, obstinados, sino flojos, pusilánimes.
Claro que, vueltas tiene la vida: se cosecha lo que se siembra, y siempre llega el momento en que el político perderá una elección, o lo arruinará algún asunto personal que sale a luz, o serán tantos quienes demanden haber sido engañados, que finalmente caerá estrepitosamente.
Siempre, siempre, lo que decimos y hacemos tiene sus consecuencias.
Me quedo con mi decencia, con mi honestidad, con mi sinceridad, aunque me haya costado paciencia y decepción.
La de hoy es una reflexión al paso. Pero estoy seguro que muchos de ustedes se sentirán reflejados.
(Ja! acabo de leer en un lugar de la Internet que alguien escribió: "Qué facil es perder el norte...y qué difícil es recuperarlo". Mi comentario: vos perdiste el Norte para siempre!)
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