Dícese cínicamente “la confianza mata al hombre”, dejando de lado el “machismo”, diríase más correctamente: “la confianza mata al ser humano”. El problema no es la confianza en sí, sino en quién depositamos confianza.
Ya he escrito alguna vez, que confiamos en quienes no conocemos, y a diario.
¿Quién es el conductor del taxi o del bus que nos traslada?, ¿sabemos si es alcohólico o drogadicto?, ¿sabemos si tiene un problema cardíaco y puede darle un síncope mientras conduce?, ¿sabemos si tiene su libreta de conducir al día o está de “pirata” porque debería renovarla?
¿Sabemos si es un verdadero taxista o es un delincuente que nos llevará a un lugar solitario para asaltarnos, robarnos, o forma parte de una pandilla de secuestros express?
Y sin embargo, en el taxi o en el bus, ponemos toda nuestra vida a su disposición: confiamos.
Con más razón entonces, deberíamos confiar en las personas que conocemos, y que conocemos de tiempo y a fondo. Que conocemos lo suficiente como para descansar en ellas, como para compartir nuestras cuitas o intimidades, sin temor a que las desparramen por ahí.
Confiar en que nos valoran, nos quieren bien, buscan ayudarnos, apoyarnos, y ser lo mejor para nosotros.
Y en una relación de amistad auténtica, la confianza es la base misma del mejor entendimiento humano.
Sin confianza no es posible iniciar ni lograr ningún emprendimiento.
Sin confianza una pareja no puede llegar a casarse.
Sin confianza, no se puede llegar a ser socio en una empresa.
Sin confianza, no se puede acudir a una autoridad esperando que solucione un problema.
El tema entonces se resume no en el acto de la confianza, que es fundamental en la relación humana, sino ¿en quién confiamos?
¿Conocemos suficientemente a la persona?, ¿hemos podido verificar sus antecedentes?, ¿hemos buscado conectarnos con algún familiar, amigo o compañero/a de trabajo de esa persona para saber realmente cómo la ven otros, y si es tan así como a nosotros se nos presenta? Porque de esa información, nos haremos una composición de lugar y veremos más allá de las palabras, si realmente podemos o no confiar, y hasta dónde.
Pero lo fundamental, más que preguntando a terceros, es captar la impronta de la persona en cuestión, en el trato personal, intransferible.
Es ahí cuando mirándole a los ojos, escuchando su decir y las inflexiones de su voz, viendo su lenguaje corporal y gestual, y atendiendo a su forma de razonar, a sus emociones, a su estado de ánimo, y a sus reacciones, que podemos tener una imagen cabal y cuasi completa de quién es el ser humano que tenemos delante.
Y de ahí sabremos si podemos o no confiar.
Pero repito, la confianza es fundamental en la relación humana.
Y cuando la hay, se pueden hacer planes, y se pueden intentar cosas que de pronto no imaginamos antes, simplemente porque sabemos con quién estamos tratando y vemos que es posible hacerlas.
Hay formas patológicas de desconfianza. Están quienes dicen “no confío en nadie”. Esas personas viven constantemente en la zozobra de no saber qué les puede pasar, sospechan un enemigo o una amenaza de cualquiera, es una forma de paranoia.
Tampoco se trata de ser inocentones, de pecar de extremadamente confiados ante cualquiera, porque ahí si, las consecuencias pueden ser nefastas. Se nos quedaron con un dinero que nunca más devolvieron, nos estafaron con un negocio, jugaron con nuestras expectativas y nos dejaron en nada…
El término medio, equilibrado y justo es lo que corresponde. Y hay múltiples formas de poner a prueba a una persona, y verificar si realmente podemos confiar en ella.
Un factor importantísimo es el cumplimiento de la palabra empeñada.
Cuando alguien promete algo y no lo cumple, y el incumplimiento se hace reiterado y prolongado ¡cuidado!, hay una grave falla. Puede que no sea deliberada, pero es falla igualmente.
La palabra empeñada siempre se cumple. Y si no se puede cumplir, en tiempo hay que explicar –no inventar excusas—por qué no se pudo cumplir, y cuándo se va a cumplir. Es lo menos que puede esperarse. Eso cimenta confianza.
Por eso, hay que cuidar muy bien lo qué se dice, cuándo y a quién. Para no dar un paso en falso, para luego quedar debiendo cosas que de antemano se sabía que no se iban a poder cumplir.
Porque las palabras, habladas y escritas, --y éstas últimas quedan registradas—tienen su propio peso, y nos obligan. Nos obligan a ser fieles a nosotros mismos, a respaldar con nuestros actos de cada día aquello que hemos afirmado, que hemos dicho.
Expresado de otra manera: las palabras nos comprometen.
Entender estos elementos básicos del vivir, ayudan a gestar y construir confianza.
enigma
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