Uno escucha a esos predicadores fundamentalistas, cuasi fanáticos, que hacen de la Biblia un ídolo, y afirman como si lo hubieran visitado, que el infierno existe. Un lugar donde la gente es consumida por fuego eterno.
Es un resorte manipulativo, para tener a la gente amedrentada con la muerte y lo que les podrá pasar después, exigiendo en su existencia terrenal una conducta y sobre todo, ofrendas muy generosas…
Menos se habla del paraíso. Casi nadie habla del paraíso. No he escuchado sermones sobre el paraíso. Al parecer nadie se atreve a describirlo, a pesar de las referencias bíblicas existentes.
Porque el paraíso es hermoso, es plácido, es pacífico, está lleno de perdón y de amor. Y eso no les conviene a los predicadores de mala laya, que quieren mantener sujetas a sus congregaciones con el susto del infierno.
Y sin embargo, el paraíso es algo tan delicioso que debería mucho más insistirse y proclamarlo, como el buen producto que ofrece la fe.
Pero en un ámbito existencial, bien realista, con los pies en la superficie terrestre, el infierno o el paraíso lo hacemos los humanos en nuestras relaciones de cada día.
Hay hogares que son un infierno. No hay paz, no hay entendimiento, hay encono, expresado o callado. Hay sufrimiento, hay frustración, hay un soportarse mutuamente, pero es aquello como una bomba de tiempo, lista a estallar en cualquier momento.
Hay gente que lleva un infierno dentro de sí, el que le ha dejado por ejemplo haber tenido que ir al frente, y pelear una guerra en tierra absolutamente extraña, contra un enemigo artero, solapado, que ha cobrado –para los estadounidenses por ejemplo— 6 mil vidas, la inmensa mayoría de muchachos y muchachas jóvenes, en sus veintes.
Muchos que regresan, están trastornados, regresan realmente de un infierno que les deja marcados para el resto de sus vidas.
Hay personas que tienen un infierno en sus lugares de trabajo, y tienen un espíritu agresivo, lleno de ira, de odio, de revanchismo, de envidia…No conocen la paz, no conocen la alegría, están siempre planeando un enfrentamiento, un conflicto –si son gremialistas—viven y se retroalimentan de eso, como si fuesen rumiantes.
Por otro lado, hay personas pacíficas, de una beatitud admirable. Su voz es suave y persuasiva, su mirada es serena y firme, su gesto es adusto y lento. Pero transmiten esa misma paz y una seguridad propias que logran hasta la admiración de quienes les tratan.
Sin duda son personas muy especiales. Conocerles y tratarles es uno de los mayores privilegios de la vida.
Y estamos los normales, los comunes, los que a veces tenemos esa misma alegría desbordante, esa paz interior que llena nuestros sentidos, y nos sentimos henchidos de confianza y esperanza, y otras veces perdemos la paciencia, nos desesperamos, rabiamos de muchas cosas, nos enojamos, y hasta llegamos a decir cosas que luego lamentamos sinceramente.
Pero bueno, somos comunes mortales. Somos humanos y por tanto imperfectos.
La cuestión está en reconocer nuestros puntos flojos, nuestras fallas, nuestras imperfecciones, y tratar de pulir las aristas, tratar de echar aceite a nuestro motor anímico, para que todo ruede lo más suavemente posible, y tengamos una buena y productiva relación con cuantos nos rodean.
No es ningún imposible, hay que proponérselo y se logra.
Y lo importante es que esa actitud nuestra apela a una espontánea reciprocidad de las otras partes, de quienes nos tratan a diario y se opera un milagro esencial, el de respetarnos y querernos.
enigma
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